¿Te has
preguntado alguna vez porqué nadie reacciona ante la infame oleada de opresión
y abusos de todo tipo que estamos sufriendo?
¿No te
produce perplejidad el hecho de que tras tantas y tantas revelaciones sobre
casos de corrupción, injusticias, robos y burlas a la ley y a la población en
general, a la cual se le ha robado literalmente el presente y el futuro, no
suceda absolutamente nada?
¿Te has
preguntado por qué no estalla una Revolución masiva y por qué todo el mundo
parece estar dormido o hipnotizado?
Estos últimos
años se han hecho públicas informaciones de todo tipo que deberían haber dañado
la estructura del Sistema hasta sus mismísimos cimientos y sin embargo la
maquinaria sigue intacta, sin ni tan solo un arañazo superficial.
Y esto pone de
manifiesto un hecho extremadamente preocupante que está sucediendo justo ante
nuestras narices y al que nadie parece prestarle atención.
Parece
increíble, pero los acontecimientos lo demuestran a diario.
SABER LA VERDAD
YA NO IMPORTA.
La información ya
no tiene relevancia.
Desvelar los más
oscuros secretos y sacarlos a la luz ya no produce ningún efecto, ninguna
respuesta por parte de la población. Por más terribles e impactantes que sean los
secretos revelados.
Durante décadas
hemos creído que los luchadores por la verdad, los informadores capaces de
desvelar asuntos encubiertos o airear los trapos sucios, podían cambiar las
cosas. Que podían alterar el devenir de la historia.
De hecho, hemos
crecido con el convencimiento de que conocer la verdad era crucial para crear
un mundo mejor y más justo y que aquellos que luchaban por desvelarla eran el
mayor enemigo de los poderosos y de los tiranos. Y quizás durante un tiempo ha
sido así.
Pero
actualmente, la “evolución” de la sociedad y sobretodo de la psicología de las
masas nos ha llevado a un nuevo estado de cosas. Un estado mental de la
población que no se habría atrevido a imaginar ni el más enajenado de los
dictadores. El sueño húmedo de todo tirano sobre la faz de la tierra: no tener
que ocultar ni justificar nada ante su pueblo.
Poder mostrar
públicamente toda su corrupción, maldad y prepotencia sin tener que preocuparse
de que ello produzca ningún tipo de respuesta entre aquellos a los que oprime. Ésta
es la realidad del mundo en el que vivimos. Y si crees que esto es una
exageración, observa a tu alrededor. El caso de España es palmario.
Un país inmerso
en un estado de putrefacción generalizado, devorado hasta los huesos por los
gusanos de la corrupción en todos los ámbitos: el judicial, el empresarial, el
sindical y sobretodo el político.
Un estado de
descomposición que ha rebosado todos los límites imaginables, hasta salpicar
con su pestilencia a todos los partidos políticos de forma irreparable.
Y sin embargo, a
pesar de hacerse públicos de forma continuada todos estos escándalos de
corrupción política, los españoles siguen votando mayoritariamente a los mismos
partidos, derivando, como mucho, algunos de sus votos a partidos subsidiarios
que de ninguna manera representan una alternativa real.
Ahí está el
alucinante caso de la Comunidad Valenciana, la región más representativa del
saqueo desvergonzado perpetrado por el Partido Popular y donde, a pesar de
todo, este partido de auténticos forajidos y bandoleros sigue ganando las
elecciones con mayoría absoluta. Una vergüenza inimaginable en cualquier nación
mínimamente democrática.
Y
desgraciadamente, el caso de Valencia es solo un ejemplo más del estado general
del país: ahí tenemos el indignante caso de Andalucía dominada desde hace
décadas por la otra gran mafia del estado, el PSOE, que junto con sus socios de
los Sindicatos y el apoyo puntual de Izquierda Unida han robado a manos llenas
durante años y años.
O el caso de
Cataluña con Convergencia y Unió, un partido de elitistas ladrones de guante
blanco, por poner otro ejemplo más. Y es que podríamos seguir así por todas las
comunidades autónomas o por el propio gobierno central, donde las dos grandes
familias político-criminales del país, PP y PSOE, se han dedicado a saquear sin
ningún tipo de recato.
Y a pesar de
hacerse públicos todos estos casos de corrupción generalizada; a pesar de
revelarse la implicación de las altas esferas financieras y empresariales, con
la aquiescencia del poder judicial; a pesar de demostrarse por activa y por
pasiva que:
la máxima respuesta de la ciudadanía ha sido “ejercer el legítimo derecho de manifestación”, una actividad muy parecida a la que hace la hinchada cuando su equipo de fútbol gana una competición y sale en masa a la calle para celebrarlo.
la máxima respuesta de la ciudadanía ha sido “ejercer el legítimo derecho de manifestación”, una actividad muy parecida a la que hace la hinchada cuando su equipo de fútbol gana una competición y sale en masa a la calle para celebrarlo.
Es decir, nadie
ha hecho nada efectivo por cambiar las cosas, excepto picar cacerolas. Y el
caso de la corrupción política desvelada en España y la nula reacción de la
población es solo un ejemplo de entre muchos tantos a lo largo y ancho del
mundo.
Ahí está el caso
del deporte de masas, azotado como está por la sospecha de la corrupción, de la
manipulación y del dopaje y por la más que probable adulteración de todas las
competiciones bajo el control comercial de las grandes marcas…y a pesar de
ello, sus audiencias televisivas y su seguimiento no solo no se ve afectado,
sino que sigue creciendo cada vez más y más y más…
Pero todos estos
casos empequeñecen ante la gravedad de las revelaciones hechas por Edward Snowden y confirmadas por los
propios gobiernos, que nos han dicho, a la cara, con luz y taquígrafos, que todas nuestras
actividades son monitoreadas y vigiladas, que todas nuestras llamadas, nuestra
actividad en redes sociales y nuestra navegación en Internet es controlada
y que nos dirigimos inexorablemente hacia la pesadilla del Gran Hermano vaticinada por George
Orwell en “1984”. Y lo que es más alucinante del caso: una vez “filtradas”
estas informaciones, nadie se ha preocupado de rebatirlas. ¡Ni mucho menos!
Todos los medios
de comunicación, los poderes políticos y las grandes empresas de Internet implicadas en
el escándalo han confirmado públicamente este estado de vigilancia como algo
real e indiscutible. Como mucho han prometido, de forma poco
convincente y con la boca pequeña que no van a seguir haciéndolo… ¡Incluso se
han permitido el lujo de dar algunos detalles técnicos! ¿Y cuál ha sido la
respuesta de la población mundial cuando se ha revelado esa verdad? ¿Cuál ha
sido la reacción general al recibir estas informaciones? Ninguna.
Todo el mundo
sigue absorto con su smartphone,
sigue revolcándose en el dulce fango de las redes sociales y sigue navegando
las infestadas aguas de Internet sin mover ni una sola pestaña… Así pues, ¿De
qué sirve saber la verdad?
En el caso
hipotético de que Edward Snowden o Julian Assange sean personajes reales y
no creaciones mediáticas con una misión oculta, ¿De qué habrá servido su
sacrificio?
¿Qué utilidad
tiene acceder a la información y desvelar la verdad si no provoca ningún
cambio, ninguna alteración, ni ninguna transformación?
¿De qué sirve
saber de forma explícita y documentada que la energía nuclear solo nos puede
traer desgracias, como nos demuestran los terribles accidentes de Chernobyl y Fukushima, si tales revelaciones no surten ni el más mínimo efecto?
¿De qué nos sirve
saber que los bancos son entidades criminales dedicadas al saqueo masivo si
seguimos utilizándolos? ¿De qué nos sirve saber que la comida está adulterada y
contaminada por todo tipo de productos tóxicos, cancerígenos o transgénicos si
seguimos comiéndola?
¿De qué nos
sirve saber la verdad sobre cualquier asunto relevante si no reaccionamos, por más graves que sean sus implicaciones? No nos engañemos más, por duro que sea
aceptarlo. Afrontemos la realidad tal y como es.
En la sociedad
actual, saber la verdad ya no significa nada. Informar de los hechos que
verdaderamente acontecen, no tiene ninguna utilidad real.
Es más, la
mayoría de la población ha llegado a tal nivel de degradación psicológica que,
como demostraremos, la propia revelación de la verdad y el propio acceso a la
información refuerzan aún más su incapacidad de respuesta y su atonía mental.
La gran pregunta
es ¿POR QUÉ? ¿Qué nos ha conducido a todos nosotros, como individuos, a este
estado de apatía generalizado?
Y la respuesta,
como siempre sucede cuando nos hacemos preguntas de este calado, resulta de lo
más inquietante. Y está relacionada, directamente, con el condicionamiento
psicológico al que está sometido el Individuo en la sociedad actual.
Pues los
mecanismos que desactivan nuestra respuesta al acceder a la verdad, por más
escandalosa que ésta resulte, son tan sencillos como efectivos. Y resultan de
lo más cotidiano.
Simplemente todo
se basa en un exceso de información. En un bombardeo de estímulos tan exagerado
que provoca una cadena de acontecimientos lógicos que acaban desembocando en
una flagrante falta de respuesta. En pura apatía.
Y para luchar
contra este fenómeno, resulta clave saber cómo se desarrolla el proceso…
¿CÓMO SE DESARROLLA EL PROCESO?
Para empezar,
debemos entender que todo estímulo sensorial que recibimos está cargado de
información. Nuestro cuerpo está diseñado para percibir y procesar todo tipo de
estímulos sensoriales, pero la clave del asunto radica en la percepción de
información de carácter lingüístico, entendiendo por “lingüístico”: todo
sistema organizado con el fin de codificar y transmitir información de
cualquier clase.
Por ejemplo,
escuchar una frase o leerla implica una entrada de información en nuestro
cerebro, de carácter lingüístico. Pero también lo implica ver el logo de una
empresa, escuchar las notas musicales de una canción, ver una señal de tráfico
o oír la sirena de una ambulancia, por poner algunos ejemplos…
Una persona en
el mundo actual, está sometida a miles y miles de estímulos lingüísticos de
este tipo a lo largo de un día normal, muchos de ellos percibidos de forma
consciente, pero la inmensa mayoría percibidos de forma inconsciente, que deben
ser procesados por nuestro cerebro. El proceso de captación y procesamiento de
esta información lo podríamos dividir básicamente en 3 fases: percepción,
valoración y respuesta.
Percepción
Sin lugar a
dudas, formamos parte de la generación con mayor capacidad de procesamiento de
información a nivel cerebral de la toda historia de la humanidad, con muchísima
diferencia, sobre todo a nivel visual y auditivo. Es más, a medida que nacen y
crecen nuevas generaciones, éstas adquieren una mayor velocidad de percepción
de información. Una muestra de ello la podemos encontrar en el propio cine.
Visualiza un
antiguo western de John Wayne, en una secuencia cualquiera de acción, como por
ejemplo, un tiroteo. Y después visualiza una secuencia de un tiroteo o de una
persecución de coches en una película actual. Cualquier secuencia de acción de
una película actual está trufada de sucesiones rapidísimas de planos de corta
duración.
En tan solo 3 o
4 segundos verás diferentes planos: la cara del protagonista conduciendo, la
del acompañante gritando, la mano en el cambio de marcha, el pie pisando el
pedal, el coche esquivando un peatón, el perseguidor que derrapa, el malo que
agarra la pistola, como dispara por la ventanilla, etc…y cada plano habrá
durado apenas décimas de segundo. Las imágenes se suceden a toda velocidad como
los disparos de una ametralladora. Y sin embargo eres capaz de verlas todas y
procesar el mensaje que contienen.
Ahora ponte la
película de John Wayne. No encontrarás sucesiones de planos a ritmo de
ametralladora, sino sucesiones de planos mucho más largos en duración y con
mayor tamaño de campo visual. Probablemente, un espectador de la época de John
Wayne se habría mareado viendo una película actual, pues no estaría
acostumbrado a procesar tanta información visual a tanta velocidad.
Esto es un
ejemplo sencillo del bombardeo de información al que está sometido el cerebro
de alguien en la actualidad, en comparación con el de una persona de hace tan
solo 50 años.
Añádele a esto
todas las fuentes de información que te rodean, como la televisión, la radio,
la música, la omnipresente publicidad de todo tipo, las señales de tráfico, los
diferentes y variados ropajes que viste cada una de las personas con las que te
cruzas por la calle y que representan, cada uno de ellos una serie de códigos
lingüísticos para tu cerebro, la información que ves en tu móvil, en la tablet, en Internet y añádele, además,
tus compromisos sociales, tus facturas, tus preocupaciones y los deseos que te
han programado tener, etc. etc. etc.
Se trata de una
auténtica inundación de información que debe procesar tu cerebro
continuadamente. Y todo ello en un cerebro del mismo tamaño y capacidad que el
de ese espectador de los westerns de John Wayne hace 50 años.
Por lo visto,
parece que nuestro cerebro tiene capacidad suficiente para percibir tales
volúmenes de información y comprender los mensajes asociados a esos estímulos. Ahí
no radica el problema. De hecho parece que nuestro cerebro disfruta con ello,
pues nos hemos convertido en adictos al bombardeo de estímulos. El problema
aparece en la siguiente fase.
Valoración
Es cuando
debemos valorar la información recibida, es decir, cuando llega la hora de
juzgar y analizar sus implicaciones, que nos topamos con nuestras limitaciones.
Porque, literalmente:
No disponemos de
tiempo material para hacer una valoración en profundidad de esa información.
Antes de que
nuestra mente, por sí misma y con criterios propios, pueda juzgar de forma más
o menos profunda la información que recibimos, somos bombardeados por una nueva
oleada de estímulos que nos distraen e inundan nuestra mente.
Es por esta
razón que nunca llegamos a valorar en su justa medida, la información que
recibimos, por importantes que sean sus posibles implicaciones. Para comprenderlo
mejor, vamos a utilizar una analogía, en forma de pequeña historia.
Imaginemos a una
persona muy introvertida, que pasa la mayor parte de su tiempo encerrada en
casa. Prácticamente no tiene amigos ni entabla relaciones sociales de ningún
tipo. Ahora supongamos que esa persona baja al supermercado a comprar una
botella de leche y cuando va a pagarla, se le cae al suelo y la rompe, causando
gran estruendo y manchando su ropa a ojos de todos los clientes y de la cajera.
Cuando esa persona vuelva a su casa, aislada de toda relación y estímulo
social, probablemente dará un gran valor a lo acontecido en el supermercado.
Se preguntará
por qué le cayó la leche y qué movimiento en falso realizó para que eso
sucediera; se preguntará si fue culpa suya o fue culpa de la botella que era
demasiado resbaladiza; analizará en su cabeza la mirada de la cajera y los
gestos y comentarios de todos y cada uno de los clientes; incluso observará las
manchas en su ropa e intentará adivinar lo que pensaban sobre ella las demás
personas al verla en esa situación.
Se sentirá
ridícula y juzgará aquel acontecimiento meramente anecdótico como mucho más
importante de lo que realmente es. Simplemente porque para ella, ese ridículo
en el supermercado será el gran acontecimiento social del día o de la semana. Y
quizás no lo olvide nunca más en su vida.
Ahora
sustituyamos a la persona introvertida y sin relaciones por un modelo opuesto.
Una persona extrovertida, que pasa el día entero rodeada de gran cantidad de
personas y acontecimientos, interactuando frenéticamente con clientes y
compañeros de trabajo, hablando por teléfono, concertando citas, comprando,
vendiendo, haciendo reuniones, riendo, enfadándose y rematando el día tomando
copas con los amigos.
Supongamos que
esta persona va a comprar la leche y también se le cae causando gran estruendo
y manchándose la ropa. La valoración que hará del hecho será meramente
anecdótica, pues representará un evento más de entre los muchos acontecimientos
de carácter social que experimenta a lo largo de la jornada. Y en pocas horas
se habrá olvidado de lo sucedido.
Una persona en
la sociedad actual se asemeja mucho al segundo modelo, sometido a gran cantidad
de estímulos sensoriales, sociales y lingüísticos. Para nosotros, toda
información recibida es rápidamente digerida y olvidada, arrastrada por la
corriente incesante de información que entra en nuestro cerebro como un
torrente.
Porque vivimos
inmersos en la cultura del “twitt”, un mundo donde toda reflexión sobre un
evento dura 140 caracteres. Y esa es la profundidad máxima a la que llega
nuestra limitada capacidad de análisis.
Es por esta
razón, por nuestra impotencia a la hora de valorar y juzgar por nosotros mismos
el volumen de información al que estamos sometidos, que la propia información
que nos es transmitida lleva incorporada la opinión que debemos tener sobre
ella, es decir, aquello que deberíamos pensar tras realizar una valoración
profunda de los hechos.
Es decir, el
emisor de la información le ahorra amablemente al receptor el esfuerzo de tener
que pensar.
Ese es el
procedimiento que utilizan los grandes medios de comunicación y en un mundo con
individuos auténticamente pensantes sería calificado de manipulación y lavado
de cerebro.
La televisión es
un claro ejemplo de ello. Fijémonos en un noticiario cualquiera. Todas las
noticias de todas las cadenas estan narradas de forma tendenciosa, de manera
que contengan en su redactado y presentación no solo la información que debe
ser transmitida, sino la opinión que debe generar en el espectador.
O más claramente
aún, el ejemplo de las omnipresentes tertulias políticas, donde los tertulianos
son calificados como “generadores de opinión”. Es decir, su función es generar
la opinión que deberías fabricar por ti mismo. Así pues, el bombardeo continuo e incesante de
información en nuestro cerebro nos impide juzgar adecuadamente el valor de los
hechos, con criterio propio y según nuestros códigos internos.
Nos quita el
tiempo que deberíamos tomarnos para sopesar las consecuencias de un
acontecimiento y lo fragmenta en pedacitos de 140 caracteres y con ello,
convierte en breve y superficial cualquier juicio que emitamos sobre una
información recibida.
Resumiendo: nos
hace pensar “en titulares” y por norma general, esos titulares ni tan solo los
pensamos nosotros mismos, sino que nos son inoculados con la propia
información.
Respuesta
Una vez reducido
a la mínima expresión nuestro tiempo de valoración personal de los hechos,
entramos en la fase decisiva del proceso, aquella en que nuestra posible
respuesta queda anulada.
Aquí entran en
juego las emociones y los sentimientos, el motor de toda respuesta y acción. Y
es que al fragmentar y reducir nuestro tiempo dedicado a juzgar una información
cualquiera, también reducimos la carga emocional que asociamos a esa
información.
Observemos
nuestras propias reacciones: podemos indignarnos mucho al conocer una noticia
cualquiera, ofrecida en un noticiario, como por ejemplo el desahucio forzoso de
una familia sin recursos, pero al cabo de unos segundos de recibir esa
información, somos bombardeados por otra información distinta que nos lleva a
sentir otra emoción superficial diferente, olvidando así la emoción anterior.
Para decirlo de
forma gráfica y clara: de la misma manera que nuestra capacidad de juicio y
análisis queda reducida a un “twitt”, nuestra respuesta emocional queda
reducida a un emoticono.
Y aquí es donde
reside la clave del asunto. Es en este punto donde queda desactivada nuestra
posible respuesta. Para comprenderlo mejor, volvamos a la analogía de las
personas introvertida y extrovertida que rompían la botella de leche en el
supermercado.
La persona
introvertida encerrada en su hogar, que ha otorgado un valor más profundo a los
hechos acontecidos en el supermercado seguirá dándole vueltas al asunto una y
otra vez.
Es decir, no
olvidará fácilmente las emociones vinculadas al ridículo que sintió en ese
momento y con mucha probabilidad, esa exposición continuada a sus propias
emociones acabará desembocando en un sentimiento de incomodidad ante la
posibilidad de volver al lugar de los hechos.
Así pues, es muy
posible que esa persona no vuelva durante un tiempo a comprar en ese
supermercado, aunque eso implique que ha que ir bastante más lejos a comprar la
leche. Hasta el punto de llegar a fabricar un sentimiento de repulsa hacia el
propio establecimiento y las personas que la vieron hacer el ridículo.
Es decir, la
energía emocional que habrá volcado sobre ese hecho concreto, habrá terminado
desembocando en una reacción efectiva ante el hecho en sí.
Sin embargo, la
persona extrovertida volverá sin ningún problema al supermercado a comprar
leche, pues en su mente, el suceso llevará asociada muy poca carga emocional. Como
mucho, quizás se ruborice un poco al ver a la cajera o a algún cliente. Es
decir, la persona extrovertida, no emprenderá acciones efectivas y tangibles
derivadas del suceso de la botella de leche.
Más allá de las
valoraciones que hagamos sobre estos personajes inventados, estos ejemplos nos
sirven para demostrar que el bombardeo incesante de información al que estamos
sometidos acaba desembocando en una fragmentación de nuestra energía emocional
y por ello acabamos ofreciendo una respuesta superficial o nula.
Una respuesta
que en momentos como el que vivimos, intuimos debería ser mucho más contundente
y que sin embargo, no llegamos a generar porque carecemos de energía suficiente
para hacerlo.
Y todos
observamos desesperados a los demás y nos preguntamos ¿Por qué no reaccionan?
¿Por qué no reacciono yo? Y esa impotencia desemboca, al final, en una
sensación de frustración y apatía generalizadas.
Ésta parece ser la razón básica por la que no se produce una Revolución cuando, por la lógica propia de los acontecimientos, debería producirse. Se trata pues, de un fenómeno meramente psicológico.
Ésta parece ser la razón básica por la que no se produce una Revolución cuando, por la lógica propia de los acontecimientos, debería producirse. Se trata pues, de un fenómeno meramente psicológico.
Éste es el
mecanismo básico que aborta toda respuesta de la población ante los continuos
abusos recibidos. La BASE sobre la que se sustentan todas las manipulaciones
mentales a las que estamos sometidos actualmente. El mecanismo psicológico que
mantiene a la población idiotizada, dócil y sumisa. Lo podríamos resumir así:
El excesivo
bombardeo de información nos impide tomarnos el tiempo necesario para otorgar
el valor adecuado a cada información recibida y con ello, nos impide asociarle
la suficiente carga emocional como para generar una reacción efectiva y real.
¿CONSPIRACIÓN O FENÓMENO SOCIAL?
Poco importa si
todo esto forma parte de una gran conspiración para controlarnos o si hemos
llegado a este punto por la propia evolución de la sociedad, porque las
consecuencias son exactamente las mismas: los más poderosos harán lo posible por mantener estos
mecanismos en funcionamiento; incluso fomentarán tanto como puedan su
desarrollo, simplemente porque les beneficia.
De hecho, la
propia revelación de la verdad favorece estos mecanismos. A los más poderosos
ya no les importa mostrarse tal y cómo son ni desvelar sus secretos, por sucios
y oscuros que éstos sean. Revelar estas verdades ocultas contribuye en gran medida
a aumentar el volumen de información con el que somos bombardeados.
Cada secreto
sacado a la luz crea nuevas oleadas de información, que puede ser manipulada e
intoxicada con datos adicionales falsos, contribuyendo con ello a la confusión
y al caos informativo y con ello a nuevas oleadas secundarias de información
que nos aturden aún mas y nos suman más profundamente en la apatía.
Si combinamos esta apatía,
fruto de la poca energía emocional con la que intentamos responder, con las
tremendas dificultades que el propio sistema nos pone a la hora de castigar a
los responsables, se generan nuevas oleadas de frustración, cada vez más
acusadas, que nos llevan, paso a paso, a la rendición definitiva y a la
sumisión absoluta.
Así pues, no lo
dudes: a las
personas que ostentan el poder les interesa bombardearte con enormes volúmenes
de información lo más superficial posible. Porqué una vez instaurada en la
sociedad esta forma de interactuar con la información recibida, todos nosotros
nos convertimos en adictos a ese incesante intercambio de datos.
El bombardeo de
estímulos representa una auténtica droga para nuestro cerebro, que cada vez
necesita más velocidad en el intercambio de informaciones y exige menos tiempo
para tener que procesarlas.
Nos sucede a
todos: cada
vez nos cuesta más dedicar tiempo a leer un artículo largo cargado de
información estructurada y razonada. Exigimos que sea más resumido,
más rápido, que se lea en una sola línea y que se ingiera como una pastilla y
no como un ágape decente.
Nuestro cerebro
se ha convertido en un drogadicto de la información rápida, en un yonqui ávido
de continuos chutes de datos que ingerir, a poder ser pensados y analizados por
cualquier otro cerebro, para no tener que hacer el esfuerzo de fabricarnos una
compleja y contradictoria opinión propia. Porque odiamos la duda, pues nos
obliga a pensar. Ya no queremos hacernos preguntas. Solo queremos respuestas rápidas y
fáciles.
Somos y queremos
ser antenas receptoras y replicadoras de información, como meros espejos que
rebotan imágenes externas. Pero los espejos son planos y no albergan más vida
en ellos que la que reflejan proviniendo del exterior. Hacia ahí se dirige el
ser humano de forma acelerada. ¿Vamos a permitirlo?
CONCLUSIÓN
Quizás todo lo expuesto
anteriormente no es lo que querías escuchar. Es poco estimulante y resulta algo
complicado y farragoso, pero las realidades complejas no pueden reducirse a un
ingenioso titular en forma de “twitt”.
Para emprender
una transformación profunda de nuestro mundo, para iniciar una auténtica
Revolución que lo cambie todo y nos lleve a una realidad mejor, deberemos
descender hasta las profundidades de nuestra psique, hasta la sala de máquinas,
donde están en marcha todos los mecanismos que determinan nuestras acciones y
movimientos. Ahí es donde se está dirimiendo la auténtica guerra por el futuro
de la humanidad
Nadie nos salvará
desde un púlpito con brillantes proclamas y promesas de una sociedad más justa
y equitativa. Nadie nos salvará sólo contándonos la supuesta verdad, ni
desvelando los más oscuros secretos de los poderes en la sombra.
Como acabamos de
ver, la información y la verdad ya no tienen importancia, porque nuestros
mecanismos de respuesta están averiados. Debemos descender hasta ellos y repararlos;
y para conseguirlo, debemos saber cómo funcionan. Para ello no será necesario:
Hacer un complejo
curso de psicología: observando con atención y razonando por nosotros mismos
podemos conseguirlo.
Porque no se
trata de algo esotérico ni fundamentado en creencias extrañas de carácter
Místico, Religioso o New Age. Es pura lógica:
No hay revolución
posible sin una transformación profunda de nuestra psique a nivel individual. Porque
nuestra mente está programada por el Sistema. Y por lo tanto, para cambiar ese
Sistema que nos aprisiona, antes debemos desinstalarlo de nuestra mente.
¿Tú lo vas a hacer?